Corazones en la ventana

Cuando el día amanece nublado, me encanta asomarme a la ventana para ver si las nubes van a dejar caer agua. Acostumbrada a vivir cada vez con menos lluvia, ver el cielo gris y oler a tierra mojada se ha convertido en un regalo para mí.

Ya no me importa si tengo ropa tendida o no, ni si me pilla desprevenida en la calle o puede despeinarme. Tan solo quiero que llueva.

Todos los días suelo levantarme y abrir mi ventana, haga frío o no. Renovar el aire de mi casa es algo que necesito hacer (de alguna manera, es también renovar el aire de mi vida).

A veces, asomarme me transporta a momentos en los que abrir la ventana era acercarme a alguien o a algo.

Soy muy fan de mirar al cielo. Me encanta dejarme llevar por su infinidad de colores, desde el azul más intenso hasta el más oscuro de la noche. Me siento tan pequeña y tan grande a la vez… Suceden tantas historias bajo el cielo que no conocemos… Son tantas las personas que claman mirando hacia ese lugar, que yo solo soy una más bajo esa inmensidad y esa belleza.

Creo que las ventanas pueden hablar. Se comunican entre ellas cuando todos duermen, comentan los pensamientos más íntimos de quienes se asoman. Las ventanas ven el interior de tu hogar, mientras que desde fuera solo se ve una cortina. Pero nadie sabe lo que ocurre de verdad.

Noches interminables de padres calmando a su bebé, noches de insomnio clamando paz, primeras noches de pasión de una pareja, días de emociones diversas, llamadas de dolor…



Sin darnos cuenta, nuestra ventana puede ser el reflejo de nuestro día a día.
Abierta de par en par: un día alegre.
Cerrada con la persiana bajada en pleno sol: un día horrible.
Entreabierta, con la persiana a medias: un día llevadero, pero sin ganas de nada especial.

Son muchos los estados de ánimo que podemos expresar con ese pequeño gesto.

La última noche de mi padre, el dolor era demasiado palpable en el ambiente. Los dos sabíamos demasiado bien lo que estaba pasando, y yo no dejaba de asomarme a la ventana, sintiendo que el cielo se estaba preparando para recibirlo. Recuerdo mirar ese trozo de cielo visible y rogar por un poco más de tiempo. Me dolía que él no pudiera volver a ver el sol, que esa fuera su última noche, y que juntos viéramos el último amanecer.

Él no lo sabía… o quizás sí. No se lo quise preguntar, porque su respuesta era casi evidente.

El día que le tocó marcharse, amaneció gris y, finalmente, llovió. A él, al igual que a mí, le gustaban los días grises. Creo que el cielo lloró de alegría al recibirlo.

¿Cuántas historias habrán vivido esas ventanas de hospital?
¿Cuántas personas como yo habrán rogado por un día más de vida para un ser querido?

¿Cuántos corazones hablarán desde su ventana cada día, rogando por algo que solo su alma conoce?

A veces caemos en el egoísmo del "yo", como si nuestro dolor fuera el más grande, y no vemos más allá. Cada persona que te cruzas está atravesando una historia oculta tras una sonrisa protocolaria, de la que quizás no habla con nadie.

Tenemos derecho a revolcarnos en nuestro dolor, pero no por eso debemos cegarnos ni dejar de ver el sol. Hay que seguir, hay que levantar la persiana y dejar que el aire del corazón se renueve.

Voy a compartir algo que hablé con mi padre el 31 de diciembre.

Dentro de las frías paredes de ese box de urgencias, nuestras conversaciones eran muy variadas. Pero me llamó la atención cuando me dijo que notaba que su enfermedad lo estaba limitando demasiado. Así que hablamos del final.

—A ver, papá... no puedes morir en enero, porque es el cumple de mi marido, el mío y el de Sarita. Además, ya se fueron en enero tus padres.
Febrero tampoco, porque es San Valentín y es un mes corto.
¡Marzo ni hablar! Es mi aniversario, tu cumpleaños y el Día del Padre, además del cumple de Judith. Lo siento, papá.
Abril sería el cumple de mamá, y ya sabes que a ella no le gustaba compartir protagonismo. Ese mes es suyo.
Mayo... tengo mucho trabajo y no puedes hacerme eso.
Junio es fin de curso, fiestas infantiles y todo eso.
¿Julio? No, papá, porque es verano, hace calor y tenemos que ir a Riopar.
En agosto la gente está de vacaciones y no vamos a hacer trabajar a la funeraria, ¿no?
Septiembre: nuevo curso, cumple de mi hermana, nuevos eventos... uff, no.
Octubre no puede ser porque se fue mamá, y es el cumple de tus dos hijos.
Noviembre es previo a Navidad y tengo un montón de eventos.
¿Diciembre? Imposible. Ya estás en el hospital y es un follón con la Navidad...

De repente me dijo:

—Vaya, Marta… nos hemos quedado sin meses.

Y le respondí:

—Lo siento, papá. No puedo dejar que te vayas.

Entre risas bromistas, los dos nos miramos, y a su vez miramos esa triste ventana que daba a un patio interior.

Una vez más, la ventana fue la vía de escape a una conversación donde el humor hacía acto de presencia para tragarse las lágrimas y no humedecer la habitación.

Es bonito pasar por aquí a compartir mis pequeños escritos.
Solo deseo que llegue a quien pueda necesitarlo.
Solo te digo que el sol sale cada mañana, y que puedes sentirlo a través de tu ventana.
Puedes abrir tu vida a su luz, a su calor, y puedes llorar si lo deseas.
Te aseguro que, en otra ventana, en otro lugar, alguien hará lo mismo.
Y será liberador. Y será sanador.

Con todo mi cariño y un poco de mi corazón. 💛

Te invito a seguirme y que hablemos de la vida.

Queridísima Vida: gracias por un día más.

Con cariño,
Marta García Selva



 





 




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